jueves, 20 de septiembre de 2012

El rito funerario de los Mortichuelos


Las personas desde siempre han tenido un especial interés por todo lo referido al mundo sobrenatural, a lo que hay detrás de la muerte. El ceremonial que lleva consigo la misma muerte, aunque normalmente se asocia a la religión, cuando se realiza con seriedad crea una especie de hábito que perdura en el tiempo.

No sólo han existido a lo largo de la historia ceremoniales en torno a la muerte, también ritos asociados al matrimonio, o al paso a la edad adulta, o referidos al nacimiento. Pero la muerte ha creado en las diferentes culturas actitudes muy diversas, llegando con estos ritos a una asombrosa mezcla de elementos sociales y estéticos, permitiéndonos distinguir entre lo que podría ser un rito religioso y uno popular; y esto nos lleva a la consecuencia de que todo ceremonial no es religioso, puesto que toda cultura tiene también ritos seculares de varias clases. El ceremonial de por sí puede ser un elemento que una a la gente fortaleciendo los lazos les unen.

1.) Los “mortichuelos” o el Velatori del Albalet.

En nuestro levante existió un singular rito, “Mortichuelos” o ”Velatori”, que tenía lugar cuando moría un niño de poca edad, y que su singularidad residía en todo el ceremonial que envolvía su enterramiento. 

Un primer acercamiento a este rito nos llevaría a decir que se reunía la familia y amigos en la casa mortuoria donde, en el centro de la estancia iluminada por la luz temblorosa de un candil o cuatro velas, yacía el niño de corta edad dentro de un féretro blanco. Durante toda la noche sus parientes y amigos cercanos de la familia le guardan vela, pasando alegremente la noche. Los padres obsequiaban a los reunidos, ofreciéndoles “cacau y tramusos”, pasas o higos, según zonas, acompañado todo con el clásico porrón o bota de vino.

Uno de los puntos característicos era la “dançá” y que era interpretada por parejas a la luz de los cirios que alumbraban el féretro del niño. El ritmo lo proporcionaban guitarras y bandurrias o acordeones, acompañándose de bailadores. Un hombre y una mujer danzaban lentamente; y así se sucedían las parejas, relevándose hasta el amanecer. Para bailar las parejas iban saliendo alternativamente y al final, todos juntos, evolucionaban formando cuadros y un círculo con el que acababa la danza.

El baile ceremonioso era de movimientos suaves, que pretendían expresar el dolor; pero no el dolor por la pérdida de un ser querido, ya que el dolor está mitigado por la esperanza de la salvación eterna del niño, que aún no ha perdido la gracia divina por el pecado.

2.) Lírica popular y diferentes testimonios literarios

Debemos hacer un esfuerzo para imaginarnos como sería todo lo que estamos intentando describir: cuanto menos impresionante. De fondo sonaba la música con coplas improvisadas para el momento, pura poesía popular que surgía de la inspiración de los llamados “versaors”. Es lógico, que tal improvisación hizo que no tengamos apenas restos de esas canciones, que se adaptaban a cada familia y circunstancia, pero siempre dirigido a mitigar el dolor que estaban sufriendo los padres y familiares. 

Como restos de estas poesías populares doña María Teresa Oller recogió partitura y letra en Montichelvo:

“La dança del velatori dones, vingau a bailar, 
qu’és dança que sempre es dança quant es mort algún albat.
En este poble s’ha mort un angelet molt polit, 
pero no ploreu per ell, que j’ha acabat de patir.
La mare y el pare ploren; no ploren per el xic, no; 
que s’ha mort la criatura sense saber lo qu’es el mon.”

Otros versos rescatados de la huerta murciana, por Don José Francés, tienen el mismo sentido:

“Aunque la madre “yora”
y con na encuentra consuelo
esta la pobre muy dichosa
porque el hijo está en el “sielo”.

El “cantaor”, “bailadores” e instrumentistas solían ser obsequiados con algunos manjares y bebidas. En unos casos eran los vecinos o los propios familiares los que preparaban algo para comer, que consistía en dulces, frutos secos, “cacau, tramusos i vi”; y entre trago y trago de vino y canciones, un poco de ritmo, música y acordeón, se llegaba hasta el alba, terminando en ocasiones en verdaderas fiestas. Todo lo que se describe tenía siempre lugar a la puerta de la vivienda.

Después del velatorio tenía lugar el entierro del “Albaet”. Era costumbre que fuera llevado por cuatro niñas o jóvenes, y se hacía con todos el ceremonial; e incluso, en caso de ser niñas, se les entregaba algún obsequio, consistente en unos dulces o una bolsita de caramelos en determinados lugares.

Tenemos que tener en cuenta que el nacimiento de esta tradición vino por la religiosidad arraigada del pueblo, ya que la gracia de Dios estaba en el niño después del Bautismo; y ésta no se perdía hasta el uso de razón por el pecado, por lo cual el niño no moría, sino que se iba al cielo, y allí era recibido con alegría; y desde él rogaba por sus padres y amigos, siendo esto lo que probablemente determinó el júbilo del velatorio de los párvulos. Ha muerto un ángel, sube al cielo; y esto merece bien la pena celebrarlo con una noche de fiesta.

No es fácil encontrar datos sobre este tipo de ritos, y menos aún que hayan llegado de alguna manera o modalidad hasta nuestros días. El dato lo refuerza la descripción que hicieron unos viajeros franceses, y que les llama tremendamente la atención, lo que nos ha permitido dejar un magnífico grabado a Gustavo Doré y un completo relato al Barón Charles Davilhier (1872), que son sin duda unos de los mejores testimonios de este singular rito:

“En Jijona fuimos testigos de una ceremonia fúnebre que nos sorprendió grandemente. Pasábamos por una calle desierta, cuando oímos los rasgueos de una guitarra, acompañados del son agudo de la bandurria y del repique de las castañuelas. Vimos entreabierta la puerta de una casa de labradores y creímos que estaban festejando una boda, mas no era así. El obsequio iba dedicado a un pequeño difunto. En el centro de la estancia estaba tendido en una mesa, cubierta con un cubrecama, una niña de cinco o seis años, en traje de fiesta; la cabeza, adornada con una corona de flores, reposaba en un cojín. De momento creímos que dormía; pero al ver junto a ella un gran vaso de agua bendita y sendos cirios encendidos en los cuatro ángulos de la mesa, nos dimos cuenta de que la pobrecita estaba muerta. Una mujer joven —que nos dijo ser la madre— lloraba con grandes lágrimas, sentada al lado de la niña. El resto del cuadro contrastaba singularmente con aquella escena fúnebre; un hombre joven y una muchacha, vistiendo el traje de fiesta de los labradores valencianos, danzaban una jota, acompañándose con las castañuelas, mientras los músicos e invitados, formando alrededor de los danzantes, les excitaban cantando y palmoteando. No sabíamos cómo armonizar estas alegrías con el dolor: “Está con los ángeles”, nos dijo uno de la familia. En efecto, tan arraigada tienen aquellos naturales la creencia de que los seres que mueran en la infancia van derechamente al Paraíso, “angelitos al cielo”, que se alegran, en lugar de afligirse, al verlos gozar eternamente de la mansión divina”.

Otro de los testimonios literarios nos lo aporta el novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez, que describe tantas y tantas costumbres levantinas. Dice así en su novela “La Barraca”:

“Había que acicalar al albaet, para su último viaje, vestirle de blanco, puro y resplandeciente como el alba, de la que llevaba el nombre. Comenzó Pepeta el arreglo con fúnebre pompa. Primeramente colocó en el centro de la entrada la mesita blanca de pino en la que comía la familia, cubriéndola con una sábana y clavando los extremos con alfileres. Encima tendió una colcha de almidonadas randas y puso sobre ella el pequeño ataúd, un estuche blanco, galoneado de oro, mullido en su interior como una cuna.

Pepeta sacó de un envoltorio las últimas galas del muertecito: un hábito de gasa tejido con hebras de plata, unas sandalias, una guirnalda de flores, todo blanco de rizada nieve, como la luz del alba, cuya pureza simbolizaba el pobrecito albaet. Aún no estaba todo; faltaba lo mejor: la guirnalda, un bonete de flores blancas con colgantes que pendían sobre las orejas. Tiñó las pálidas mejillas con rosa de colorete, la boca con un encendido bermellón. ¡Parecía dormido! ¡Tan hermoso! ¡Tan sonrosado! Jamás se había visto un albaet como éste. Y llenaba de flores los huecos de su caja, apiladas formando ramos en los extremos. Era la vega entera, abrazando el cuerpo de aquel niño que tantas veces había visto saltar por sus senderos como un pájaro, extendiendo sobre su frío cuerpo una oleada de perfumes y colores.

Cuatro muchachas con hueca falda, mantilla de seda caída sobre sus ojos y aire pudoroso y monjil, agarraron las patas de la mesilla, levantando todo el blanco catafalco. Emprendieron la marcha los chicuelos, llevando en alto grandes ramos de albahaca. Los músicos rompieron a tocar un vals juguetón y alegre, colocándose detrás del féretro, y después de ellos abalanzáronse por el camino, formando apretados grupos, los curiosos”.

Francisco Martínez, en su libro “Cosas típicas”, describe la escena que se desarrolla en torno a un pequeño recién fallecido:

“Visten de blanc la criatura, i li posen una corona de fiors blanques de paper o de tela, amb fulles platejadas. Li coloquen en una tauleta blanca que posen damunt de la taula vestida de blanc, rodejada de ciris sostinguts per candelabres de cristal.
A on correspon la capçalera peguen un cuadro de la Mare de Deu amb Jesuset al braç o del Sant Angel de la Guarda, sobre cobertor, també blanc, que tapa la paret”.

3.) Extensión geográfica del rito.

Es difícil de precisar la extensión del rito dado, como ya hemos apuntado, lo poquísima documentación que al respecto se posee. Así hemos tenido noticias de la celebración del rito en muchas de las ciudades, pueblos y aldeas de las siguientes comarcas: 
- Castellón: en el Alto y Bajo Maestrazgo y Alto Mijares no está generalizado el rito, pero hay pueblos y aldeas donde existió, así como en la comarca Segorbina. En la Plana, el rito se generaliza y son numerosos los pueblos y ciudades que nos han dado noticias de este rito, similar en su descripción a lo expuesto anteriormente.
- Valencia: comienza en la Hoya de Buñol y los Serranos, para ir generalizándose en el Campo de Lliria. Y encontrándose abundantes testimonios ya en la mayoría de pueblos y ciudades de las comarcas: La Ribera, la Huerta de Gandía, Játiva y la Costera, el Valle de Albaida y la Huerta de Valencia.
- Alicante: un núcleo centrado en las comarcas de Denia, La Marina, los Valles de Pego y Jijona, donde el rito tiene un fuerte arraigo; y otro centro en la comarca de la huerta de Orihuela, en la que según un Auto del Real Acuerdo de la Audiencia de Valencia debió estar tan generalizado y ser tan frecuentes estas celebraciones debido a la gran mortalidad infantil de esta época, que obliga al Tormo, obispo por entonces de Orihuela, a iniciar un proceso con el fin de prohibir las fiestas de los “mortichuelos” o “morticholets”, nombres con los que se conoce en esta comarca este rito, en lugar de “albaet”, “albadet” o “albat”, designación que se les da en otras zonas con el mismo significado.

Existe un folleto de ocho páginas numeradas, ejemplar que se conserva en el Archivo parroquial de la iglesia de Santiago de Orihuela, donde con todo detalle se da cuenta de estas celebraciones, de sus abusos y de las medidas que se han tomado inútilmente para evitarlo, pero que, tan fuertemente están arraigadas que no es posible su presión por los medios ordinarios y se acude a la Audiencia de Valencia para que se acuerde su prohibición por el Fiscal de su Majestad#.

En 1739, el obispo de Orihuela D. Juan Elías Gómez de Terán apuntaba ya a esta problemática: “…con pretexto de velar a los niños difuntos se hacen bailes entre hombres y mujeres, pasando la noche en ellos, y en otras algarazas, juegos, cantares, y otras diversiones, que alejándose de la compostura, y modestia cristiana, sirven de espiritual ruina…”.


El obispo Gómez de Terán fue el primero de los prelados 
de la diócesis de Orihuela quien puso el grito en el cielo ante este rito, 
aunque sería el obispo D. José Tormo, el que persiguió con más ahínco este rito


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